Como en todos los conflictos políticos, en el que enfrenta a israelíes y palestinos tiene un papel preponderante la interpretación de la historia.
Se ha escrito mucho, muchísimo, sobre los orígenes del sionismo, sobre la llegada de judíos a Palestina, sobre los acuerdos internacionales que llevaron al Mandato Británico, sobre la rebelión de los árabes, el establecimiento de Israel, las guerras… Y es difícil encontrar libros que no pequen de parcialidad. La muchas veces fallida equidistancia, en este caso necesaria, escasea entre los historiadores que han dado cuenta de una de las cuestiones más fascinantes, trágicas y significativas del siglo XX.
Casi 70 años después, el debate sigue siendo agresivo y acérrimo. Para unos, la independencia de Israel fue “uno de los acontecimientos más extraordinarios de la Historia” (Josep Pla); para otros, fue una catástrofe, la Nakba de que hablan los palestinos. Para unos, la Guerra de los Seis Días fue una victoria aplastante que confirmó la superioridad militar israelí en Oriente Medio; para otros, un ataque ilegal que dio origen a la ocupación y a un régimen de apartheid en Gaza y Cisjordania. Para unos, la Segunda Intifada fue la mayor ola de ataques suicidas e indiscriminados que se recuerda, y para otros fue la legítima resistencia de un pueblo oprimido. La misma lógica se aplica a cualquiera de los acontecimientos que han marcado el devenir del conflicto: el columnista del New York Times David Brooks acertó al afirmar que una de las razones de su eternidad es que ambas partes quieren imponer su narrativa a la otra.
En este 2017 de efemérides sionistas (50 años de la unificación de Jerusalén, 120 años del Primer Congreso Sionista, etc.) cumple 100 años la Declaración Balfour, lo que ha dando lugar a otro debate maniqueo y crispado. Mahmud Abás quiere que el Reino Unido pida perdón, pero la premier británica, Theresa May, ha respondido que los británicos han de estar orgullosos de ese documento histórico.
Intentaremos escapar de las dos posiciones antagónicas (éxito político vs. arreglo colonial entre sionistas y británicos) y arrojar un poco de luz sobre lo que en realidad supuso la Balfour.
El ambiguo apoyo del Gobierno británico a la causa sionista
La declaración fue en realidad una carta, fechada el 2 de noviembre de 1917, firmada por el canciller británico, lord Arthur James Balfour, y dirigida al barón Lionel Walter Rothschild, líder de la comunidad judía en el Reino Unido, en la que se hacía constar la posición favorable del Gobierno británico al “establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío”.
La misiva decía lo siguiente:
Estimado Lord Rothschild:Tengo el placer de dirigirle, en nombre del Gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía hacia las aspiraciones de los judíos sionistas, que ha sido sometida al Gabinete y aprobada por él.“El Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, en el entendido de que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, ni los derechos y el estatuto político de que gocen los judíos en cualquier otro país”.Le quedaré agradecido si pudiera poner esta declaración en conocimiento de la Federación Sionista.Sinceramente suyo,
Así pues, la principal potencia de aquel entonces, que de acuerdo con los tratados de Sykes-Picott y Sevres iba a ser la encargada de administrar la Palestina histórica (que incluía lo que hoy conocemos como Jordania), apoyaba formalmente las aspiraciones sionistas. Era un espaldarazo incuestionable para el movimiento sionista, que desde 1897 tenía los motores en marcha para el establecimiento de un Estado judío en Palestina.
Sin validez legal
Ahora bien, en términos legales, la Declaración Balfour tuvo pocos efectos. Precisamente para evitar consecuencias jurídicas, en el texto se eludió deliberadamente la palabra Estado. El abogado estadounidense Sol Linowitz aclaró perfectamente la nula validez legal del documento: “[Era] legalmente impotente. Porque Gran Bretaña no tenía derechos soberanos sobre Palestina; no tenía interés propio y no tenía autoridad para disponer del territorio”. Fue, según señala Linowitz, en el mandato establecido por la Sociedad de Naciones donde se reconocieron solemnemente los derechos judíos sobre Palestina; eso sí fue un “documento internacional formal de validez jurídica incuestionable”.
El pasado mes de marzo, la profesora de la Universidad Hebrea de Jerusalén Gaia Golán publicó un artículo en el Times of Israel titulado “Balfour no es para tanto”. Su argumento: la declaración era simplemente el pronunciamiento de una “potencia colonial”, mientras que la Resolución 181 de la Asamblea General de las ONU, de fecha 29 de noviembre de 1947 y que aprobaba el definitivo Plan de Partición, poseía la “legitimidad conferida por la comunidad internacional representada por las Naciones Unidas”. Una votación, por cierto, en la que los británicos se abstuvieron.
Tiene razón Golán. La Declaración Balfour fue un documento de alto valor simbólico, nada más. Son los tratados y resoluciones referidos los que han tenido consecuencias legales para la legitimidad nacional del establecimiento de Israel en la Palestina histórica.
El Mandato Británico no se guió por el espíritu de la Balfour
Aparte de la nula validez legal de la declaración, los británicos –y pese a la supuesta opinión del Gabinete de Lloyd George– se resistieron a que los judíos establecieran un Estado-nación en Palestina. Restringieron la inmigración judía mediante el Libro Blanco, y la persecución de los grupos armados judíos estuvo a la orden del día, así como las ejecuciones de los responsables de las acciones armadas contra el Mandato.
Por otro lado, los británicos utilizaron la Declaración Balfour en sus tratos con los árabes nacionalistas. Durante las negociaciones de Skyes-Picott y Sevres, los británicos jugaron a dos bandas e hicieron también promesas a los árabes, como refleja la famosa correspondencia entre el teniente coronel sir Henry McMahon y el jerife de la Meca Husein ben Alí. Tras la gran revuelta árabe de 1916 y la proclamación (1921) del emirato de Transjordania por parte de Abdulá, el segundo hijo de Ben Alí, los británicos no tuvieron más remedio que permitir (1922) la creación del Reino Hachemita de Transjordania, hoy Jordania, que suponía el 80% de la Palestina histórica. El 20% restante se lo disputarían encarnizadamente árabes y judíos.
En 1936, desbordado por los altercados en Palestina tras la revuelta árabe de ese mismo año, el Gobierno de Baldwin encarga a Lord Peel dirigir la Comisión Real sobre Palestina, que concluirá que, después de 20 años de Mandato, no quedaba más remedio que dividir el territorio.
La conclusión principal de la Comisión Peel es reveladora, y escalofriantemente actual:
Un conflicto incontenible ha surgido entre las dos comunidades nacionales dentro de los estrechos límites de un país pequeño. No hay puntos en común entre ellas. Sus aspiraciones nacionales son incompatibles. Los árabes desean revivir las tradiciones de la edad de oro árabe. Los judíos desean mostrar lo que pueden lograr cuando sea restaurada la tierra en la que nació la nación judía. Ninguno de los dos ideales nacionales permite su combinación en el servicio de un solo Estado.
Pero el Gobierno británico se resistió a terminar con el Mandato. Creó otra comisión, la Woodhead, para estudiar las recomendaciones de la Peel, que en 1938 emitió un informe en el que rechazaba la partición por “impracticable”. No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial que los británicos finalmente tiraron la toalla, y no precisamente por la Declaración Balfour.
En cuanto a los sionistas, se agarraron a la Declaración Balfour como a un clavo ardiendo. Lo consideraron un documento legal fundacional. Ciertamente, les produjo grandes beneficios publicitarios. No obstante, el Estado de Israel requirió de mucho más esfuerzo, humano, material y legal, para nacer, y el apoyo británico fue, en el mejor de los casos, etéreo. La Balfour fue un pequeño éxito que los sionistas inflaron para demostrar que su movimiento tenía respaldo político al más alto nivel en la arena internacional. Ni fue el pistoletazo de salida ni la consagración de su movimiento.
La Declaración Balfour es, en suma, un documento sobrevalorado.