"Peligro: camellos". El desierto de Israel está salpicado de señales que alertan del riesgo de que se crucen en la carretera. Sobre este yermo, dominio milenario de las caravanas que cosían Asia a África en una depresión a 400 metros bajo el nivel del mar, apuntaló David Ben-Gurión la soberanía del país que había fundado. Aislado del resto de países de su entorno, al Gobierno israelí le preocupaba que la población se quedara desabastecida de alimento y apostó por hacer cultivable una parte del desierto del Néguev. Ben-Gurión mandó traer de lejos tierras fértiles y horadar un kilómetro y medio bajo la arena hasta alcanzar un acuífero. Creó un oasis por la fuerza.
Todavía hoy esta agricultura extrema da de comer a siete pequeñas poblaciones que pespuntan la frontera de Israel con Jordania. Unas 3.500 personas aprovechan hasta la última gota de agua (en todo el año apenas caen 30 milímetros por metro cuadrado de lluvia) para cultivar tomates o sandías, pero también —la supervivencia del negocio les obliga— frutos que demandan los mercados de Asia, como melones amargos o aguaymantos
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